Silencios cargados de belleza
Si alguna cosa caracteriza a nuestro tiempo es el exceso. De acontecimientos. De información. De imágenes y ruido. Exceso, sobretodo, de autocontemplación, de narcisismo. El yo como figura suprema del exceso.
La mayor parte del arte contemporáneo no escapa a esta maldición.
Buscando desesperadamente hacerse escuchar y distinguirse en un medio hipercompetitivo como es el del mercado del arte, y más en un entorno sobrecargado de reclamos de todo tipo, demasiadas veces los artistas ceden hoy a la tentación del exceso: de la imagen del horror, de la ocurrencia más o menos escandalosa, del gesto gratuitamente forzado…el resultado son obras que no pretenden conmovernos sino llamarnos la atención, no invitaciones a trascender la inmediatez y la obviedad, sino exigencias de reconocimiento personal. No nos dicen: ‘Mirad esto’ sino que se limitan a gritar: ‘¡hey, estoy aquí!’.
Nuestra respuesta de espectadores inmunes, curados de espantos, suele ser simétrica, pero inversa, a la interpelación que acabamos de recibir: ‘¿Es a mí?’ nos preguntamos perplejos. ‘No, se equivoca’, decidimos después de un fugaz instante de curiosidad y desconcierto. Más allá de un posible comentario sarcástico en voz baja, seguimos adelante en silencio, porque no tenemos nada más que decir, porque la obra nos ha resbalado sin dejar rastro, desplazada al cabo de un momento por cualquier otro reclamo.
Anke Blaue se sitúa y nos sitúa en un territorio muy diferente. Su obra se alimenta, claramente, de otras inquietudes y explora sin prisas lugares hoy poco visitados. Los de la belleza, por ejemplo, esa misteriosa y frágil armonía entre el mundo y nuestra sensibilidad.
En alguna ocasión, hablando de su obra de Anke Blaue ha dicho que es importante atreverse a hacer nada. Es una exageración, claro, porque su trabajo es exigente y perseverante, pero es una exageración reveladora porque este trabajo suyo descansa tanto o más en su mirada que en sus manos, tanto o más en descubrir, ordenar y dar voz a lo que ya es que instrumentalizarlo.
Seguramente lo que ocurre es que, como todo gran artista, Anke Blaue tiene el don de ver lo que los otros de entrada no vemos.
Ve, por ejemplo, viejas telas menospreciadas, desvalidas, abandonadas –tejidos de saco, cortinas de algodón, sabanas de lino…- y descubre la calidez y el espesor de la materia y del tiempo. En lugar de quemarlos o entregarlos al trapero, los rescata de las arnas del olvido. Las devuelve literalmente a la vida. A alguna de las muchas vidas, reales y posibles, enterradas en los materiales y objetos más modestos. Cura las heridas. Las recorta. Las tiñe. Después, juega con les retales, en un juego tan azaroso como imprevisible como el del mismo origen de la vida, hasta que fragmentos y colores componen paisajes indefinidos, fascinantes, cargados de sugerencias.
Tal vez porque se atreve a hacer nada, y no a dictarnos ninguna lección, las viejas/nuevas telas de Anke Blaue, aparentemente vacías y silenciosas, renacen cargadas de mil sentidos posibles, desde los más humildes hasta los más sublimes.
Pocas veces como en esta exposición hemos sido conscientes, nosotros los espectadores, que los lienzos de lino sobre los cuales se ha inscrito la historia de la pintura eran originalmente piezas de ropa que podían haber sido utilizadas también para guarecer heridas o acoger el nacimiento de un nuevo hijo.
Al mismo tiempo, su obra lleva a cabo, sin esfuerzo aparente, lo que Matisse –a quien, por cierto, tampoco le daba miedo la belleza, más bien lo contrario- se esforzaba por conseguir al final de su vida: ‘El interés es el de dar, en una superficie muy limitada, la idea de inmensidad’.
Acercarnos a estos lugares es situarnos en el umbral de otro mundo. Un mundo donde domina un cierto silencio, pero un silencio que nos habla y que nos invita a hablar. Como nos habla y nos invita a hablar el silencio del mar en calma, o de un templo solitario, o el de la mirada de un amante. Porque de silencios hay de muchos tipos.
Delante de algunas obras recientes de Anke Blaue es inevitable pensar en Rothko –sus magnéticas gradaciones de colores y texturas, o su permanente lucha por ‘expresar con sencillez un pensamiento complejo’-, como también es difícil no relacionarse con tradiciones y formas de pensamiento y moral para los cuales las diferencias entre materia y espíritu, entre existencia individual y realidad cósmica, entre ser y no ser, son diferencias tan sólo de grado. A mí, no obstante, me siguen remitiendo a Matisse, a s aspiración por armonizar línea y color, forma y fondo, figura y entorno, como vía a través de la cual hacer aflorar la inconmensurable inmensidad del universo. O la del fondo del alma. Su inmensidad y, al mismo tiempo, su fragilidad.
Picasso, su gran amigo y adversario, poseía siete cuadros de Matisse. Poco antes de su muerte, Picasso decía de estos cuadros: ‘Cada día siento más la necesidad de vivir con ellos’.
Yo, lo confieso, cada vez siento más la necesidad de vivir cerca de las telas de Anke Blaue.
Pep Subirós. 2005